Grandes místicos como santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, santa Catalina de Siena y santa Rosa de Lima describieron el éxtasis como una suspensión de los sentidos, en la que el cuerpo deja de percibir el mundo físico y el alma se concentra plenamente en Dios. A menudo estas experiencias dejaban huellas visibles para quienes rodeaban al místico, reforzando la percepción de la presencia divina.
La Iglesia enseña que el éxtasis no es el objetivo de la vida espiritual, sino un medio que conduce a la unión con Dios. Su autenticidad se mide por los frutos que genera: humildad, amor, caridad y compromiso con la fe. Experiencias que llevan al orgullo o a la confusión deben considerarse con discernimiento. La verdadera raíz del éxtasis se encuentra en la humildad, la reverencia y el profundo asombro ante la grandeza de Dios, no en la búsqueda de sensaciones extraordinarias.
El éxtasis místico es, en última instancia, un anticipo del cielo, donde el alma experimentará la unión perfecta con Dios, libre de las limitaciones del mundo físico y sensorial. Es un recordatorio de que Dios siempre está cerca, atrayendo a las almas hacia su amor eterno.
El éxtasis místico nos enseña que la verdadera experiencia de Dios trasciende lo físico y lo emocional. La mayor gracia no es sentirlo, sino vivirlo en humildad, amor y servicio, dejando que cada encuentro con lo divino transforme nuestra vida cotidiana.
El éxtasis místico no es emoción, es unión con Dios.
Cuando el alma se eleva más allá de los sentidos, encuentra paz, amor y la cercanía infinita de su Creador.