Históricamente, el ambón y el púlpito eran espacios litúrgicos distintos, aunque hoy a menudo se confundan.
El ambón (del griego “escalón” o “elevación”) surgió en el siglo IV como plataforma elevada para proclamar la Epístola y el Evangelio durante la Misa, con diseños variados y ubicación diferenciada: al sur el de la Epístola y al norte el del Evangelio. Su uso decayó desde el siglo XIV.
El púlpito (del latín pulpĭtum, “escenario”) lo sustituyó en la función litúrgica, sobre todo como lugar de predicación. Se situaba elevado en el centro de la nave para facilitar la comunicación con la asamblea. Tras la Reforma protestante, adquirió gran importancia en templos protestantes, pero en la Iglesia católica su uso disminuyó hasta casi desaparecer en el siglo XIX, reemplazado por atriles portátiles.
Hoy, la normativa litúrgica católica recomienda un ambón estable, desde el que se proclaman únicamente las lecturas, el salmo, el pregón pascual, la homilía y las intenciones de la oración universal, subrayando su dignidad y uso exclusivo por el ministro de la Palabra.
Aunque el ambón y el púlpito nacieron con funciones distintas —uno centrado en la proclamación de la Palabra y el otro en la predicación—, ambos compartieron el propósito de acercar el mensaje de Dios a la comunidad.
La evolución de su uso refleja cómo la Iglesia adapta sus espacios y signos a las necesidades de cada época, sin perder de vista lo esencial: la Palabra proclamada y explicada para alimentar la fe.
En tiempos donde la comunicación es más inmediata pero también más dispersa, recuperar el sentido simbólico y litúrgico del ambón —como lugar estable y digno— puede recordarnos que escuchar la Palabra no es un acto rutinario, sino un encuentro vivo que merece preparación, respeto y atención.
Al final, lo importante no es la altura de la plataforma, sino la profundidad del mensaje que desde allí se anuncia.